La rocas brillaban como si estuvieran cubiertas por una ligera capa de humedad, pero aquella ilusión desaparecía en cuanto el calor que acumulaban quemaba las manos del caminante que se apoyaba en ellas.
Aún así, la sed y el sol le obligaba a seguir acariciándolas una y otra vez para confirmar aquella mentira, pese al dolor que profundizaba en sus palmas. Cuando la desilusión le invitó a mirar al horizonte del desierto por el que pululaba, descubrió la presencia de un carro abandonado del que se desprendía una luz dorada. ¿Era una ilusión o el oro le había encontrado en aquel perdido lugar?
Aceleró su paso para despejar las dudas, aunque esto solo significaba que arrastraría los pies un poco más rápido. Cuando levantó su mano hacia el sueño que le había sorprendido en el desierto, descubrió con sorpresa que tanto la madera del carro como el oro que contenía estaban realmente allí, bañados por el fuego del sol.
Milagro
Buscó por el entorno algo que pudiera serle de utilidad, encontrando apenas unos mililitros de agua en un envase que acompañaba a unas pilas de retales y huesos desgastados, que presumiblemente pertenecían al que fue dueño de aquella riqueza y a sus caballos.
Bebió con ansias hasta que no quedó nada y trató de empujar el carro para llevarlo consigo. No obstante, descubrió con desesperación que el carro no tenía ruedas.
Aún así, este inconveniente no le hizo abandonar, ya que no podía renunciar tan fácilmente a la riqueza que había llamado a su puerta en un momento tan crítico.
Tiró una y otra vez, aunque tras una hora tuvo que descansar a la sombra que se proyectaba desde la montaña de oro.
Allí descubrió con frustración que el avance que había logrado apenas era de unos centímetros, por lo que intentó pensar en ingeniosas maneras de sacar el oro de allí, aún cuando no sabía hacia dónde debería caminar.
La sed volvió a aparecer como un ataque repentino y salvaje, como si el esfuerzo que había realizado hubiese acabado con todas las reservas que quedaban en su organismo. Sumido en la desesperación volvió a otear el horizonte y a lo lejos vio unas piedras que parecían bañadas en agua.
Se golpeó la cara para tratar de olvidar aquellas ilusiones falsas y volvió a tirar del carro con todas sus fuerzas.
Al día siguiente
Llegó la noche y de nuevo el día. El caminante ya no tiraba, el caminante ya no caminaba, el caminante ya no respiraba.
Ahora su cuerpo reposaba sobre otros huesos, que no eran de caballos y ni siquiera del verdadero dueño del carro, sino de otros que como él murieron a escasos metros de una fuente de agua natural que brotaba de las rocas hacia un pequeño oasis oculto por unas dunas.
Como una dura prueba, el carro demostraba con su silenciosa presencia que en ocasiones es mejor llenar nuestros bolsillos con lo bueno que podamos cargar y así seguir nuestro camino, que empecinarnos en tirar de un carro sin ruedas.
En el trabajo y en la vida, hay que saber descubrir aquellos proyectos que hay que abandonar antes de que sea demasiado tarde, pues el oro que nos prometen puede terminar matándonos de sed.
En Pymes y Autónomos | La metáfora de la presa, La metáfora del reino que no sonreía, La metáfora de los peces de madera Imagen | Elmar Bajora