Pese a no ser practicante, sí creo en el ateísmo fiscal. Niego tímidamente la existencia de hacienda no por lo que representa como recaudador necesario cuyos frutos se destinan al auxilio público y social, sino por lo que ha representado hasta la fecha, muy lejos de su ideología: una máquina de hacer dinero. Ansío el día en que se den las circunstancias idóneas y objetivas para que surja y se generalice un movimiento con semejante doctrina de su más consciente y reprimido letargo, personificado en el pago.
De nada vale lo hasta la fecha predicado, ya sabéis ese:
Padre nuestro que estás en Hacienda, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Liquidación, hágase tu voluntad así en la tierra por renta como en el cielo por Sucesiones. El poco pan nuestro que de cada día quede, dánosle hoy, y constriñe nuestras deudas así como nosotros demandamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación de eludir, mas líbranos del mal de la deducción.
Hacienda (nuestro Padre) está siendo utilizada y manipulada cual hijo consentido hace con el suyo propio. El poder público se vale de sus potestades y recursos para derroches varios, consumos innecesarios, despilfarros incontenidos, apropiaciones indebidas, en definitiva para gasto, gasto y más gasto.
Creo necesaria una pequeña revolución con la única finalidad de pedir responsabilidad no sólo en la obtención de recursos (que parece ser la única parcela de responsabilidad que se toma la administración al pie de la letra) sino en la gestión y destino de los mismos.
No estrangulen más al sujeto pasivo de la recaudación y gestionen eficazmente. No contraten a más funcionarios y administren coherentemente los que ya están a su disposición, utilicen la movilidad funcional y geográfica como oportunidad. Liciten menos construcciones y optimicen más las que ya están a su disposición. Se les ve el plumero con sólo comparar el software de Justicia con el de Hacienda.
Aunque les parezca una locura, sólo una revolución cambiará esta cultura del derroche; hace falta una transformación radical y profunda respecto al pasado inmediato. Deseo sin embargo que ese cambio revolucionario inevitable, además de profundo y traer consecuencias trascendentales, se perciba como una discontinuidad evidente con el estado anterior de las cosas, que afecte de forma decisiva a las estructuras aunque de la forma más sostenible posible; en fin, que asuste y amedrente lo suficiente como para que todo insensible perciba el riesgo: el límite de lo aceptable.
En definitiva, llevaría a la práctica el ateísmo fiscal con la única finalidad que el Estado y todos sus componentes comprobaran que los recursos además de limitados, son para optimizarlos en tanto que ajenos.
Vía | Blog de Antonio Rentero