¿Quién no tiene un cliente al que hubiera ya agarrado por el cuello en más de una ocasión?, ¿quién no tiene un cliente pensado y cansino con actitudes molestas pero que lo soporta porque “nos conviene”?, ¿quién no ha tenido que comerse más de un sapo ante las peticiones de un cliente? Pues sigámoslos comiéndolos.
Siempre he sido un defensor de no aceptar según que condiciones de un cliente, y muy especialmente de tener nuestros barremos de precios, tarifas y honorarios y no rebajarnos por debajo del límite que nos pongamos, aunque eso signifique que perdamos clientes. Y todo eso sigo manteniéndolo palabra por palabra, ahora bien, eso no significa que no tengamos que aguantar delante del cliente.
Y es que una cosa es que no aceptemos según que condiciones de nuestros clientes o que establezcamos unas tarifas de precios que a la postre nos aportarán valor a nuestra actividad, y otra muy distinta es que ante cualquier mala actitud o mala acción del cliente le saltemos a la yugular o reaccionemos con un exceso de divismo que haga que lo perdamos ipso facto.
Hemos de mantener a raya al cliente con nuestras condiciones, pero también hemos de saber ser dúctiles cuando se tiene que serlo, saber jugar cuando toca jugar y callar cuando toca callar. Callar y no responder, callar y no atacar no significa ineludiblemente poner la otra mejilla, significa seguir siendo lo suficientemente inteligente para no perjudicarnos innecesariamente con una fuente de ingresos.
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