Es sin duda uno de los mayores problemas de los que adolece el tejido productivo patrio. Las empresas que nacen continúan siendo de un tamaño reducido, de baja productividad y con un elevado riesgo de mortalidad a corto y medio plazo. Y a pesar de los esfuerzos por cambiar, lo cierto es que el cambio en el modelo productivo sigue siendo una utopía más que una realidad.
Así se desprende, al menos, de la última Demografía armonizada de empresas publicada por el Instituto Nacional de Estadística (INE). En él, se refleja una realidad similar a la de años anteriores: el 97,3% de las empresas que nacieron y el 96,9% de las que murieron en 2017 tenían cuatro o menos trabajadores. De ellas, el 80% de las empresas que nacieron y el 70% de las que murieron no tenían asalariados.
Pero hay una realidad todavía más preocupante: la muerte de empresas continúa siendo todavía demasiado elevada. Más del 20% de las empresas constituidas desde 2012 no aguantan más de un año con su actividad, el 44% no vive más de tres años y casi 6 de cada 10 no consiguen permanecer durante más de cinco años.
Esto impide que puedan crecer, ofrecer mejores salarios y aumentar su productividad. No cabe duda que las empresas más grandes pueden ofrecer mejores condiciones a sus empleados y mantenerse durante mucho más tiempo que las pymes. Sin embargo, en estas circunstancias, parece que el tan ansiado nuevo modelo productivo está muy lejos de llegar.
Tengamos en cuenta que, para garantizar un marco sólido y estable, es imprescindible reducir al máximo posible la incertidumbre política. Por desgracia, esto lleva demasiado tiempo instalado con nosotros.