Sales de casa con ánimo. Tienes una misión que cumplir en principio, sencilla: vas a cancelar una cuenta corriente. ¿El banco? Uno de tantos que no tienen buena imagen y que debería meditar sobre la ya conocida por todos, reputación. Pero esa es otra historia. Como cliente optimista te diriges al lugar con una sobredosis de confianza. "No importa lo que me hayan contado. Si el ambiente está enrarecido yo sonrío que eso siempre funciona". Con este tipo de pensamientos flotando en el cerebro nada puede salir mal.
Cuando por fin llegas a la oficina elegida, revisas los documentos: cartilla, tarjeta apenas utilizada y tu DNI. Curiosamente no hay más que dos o tres personas dentro. Sonríes. Todo va bien, repites como un mantra extraído de los audios de relajación. Sin embargo algo sucede. La señora que está tras la ventanilla parece enfadada. La tensión comienza a poder cortarse y te sirves un pedazo a regañadientes. La trabajadora se ha convertido en una profesora de guardería y está echando una reprimenda al cliente, a uno que está antes que tú y sólo porque ella ha decidido que el cliente es el enemigo.
¿Es el enemigo?
Aturdida, observas cómo la persona que en principio tiene el poder: el usuario, ha de agachar la cabeza ante una empleada cuya furia resulta desmedida. Habla en un tono tan alto que todos los presentes escuchamos la falta de consideración de ese chico hacia ella, "con el trabajo que tiene" (el trabajo somos nosotros que la miramos sin pestañear)
La rabia la mastica en cada frase que lanza, el odio se ve dibujado con un trazo bien definido en su mirada y en la forma de apretar los labios. Poco menos que llama tonto al muchacho que no sabe un código que pertenece a un país asiático. "¡Si te parece lo tengo que saber yo, no tengo todo el día para estar probando!" y nos lanza otra mirada dura.
En ese momento, imaginas que el chico que ya ha retrocedido unos pasos, saldrá a la calle, se tropezará con un doble de Richard Gere y le proporcionará un millón de dólares. Que obviamente sólo mostrará a la señora enfurecida para luego cruzar la acera y saludar desde otro banco donde al menos no le echen una bronca gratuita.
Cuando el cliente es un estorbo
Ninguno imaginamos qué le podía pasar a la indignada cajera. Era temprano así que no había tenido tiempo de que algún ser humano le hubiera ofendido. En todo caso, su comportamiento delataba un desprecio absoluto hacia aquellas cuatro paredes donde olía a humedad, a su ordenador, a nosotros y al mundo entero.
Si hubiera estado en sus manos es probable que hubiera echado la persiana simbólica y colgado el cartel: "estoy comiéndome el bocadillo, fuera todos y déjenme vivir".
Lógicamente y tal como está el país, lo que vino después era previsible,una chica con expresión dulce dejó caer 'la frase': "Y eso que ella tiene trabajo, a saber cómo estaría si estuviera en el paro". Nunca sabré si la escuchó pero cuando llegó mi turno la calma se apoderó de mi boca de donde salieron las palabras en el tono más suave del planeta, con una cordialidad desmesurada, y de la mano de una fuerte empatía que también aliñó mi discurso.
No funcionó. Eso que dicen de que una sonrisa llama a otra sonrisa no es cierto. Al menos con una persona que tiene interiorizado que tú eres una molestia, no alguien a quien atender, asesorar, guiar o ayudar. De nada sirvió que le advirtiera de cierta información que contradecía su proceder, y que se encontraba en la página web del banco. Aquello le sonaba a chino, y puso una mueca que describió lo que pensaba: "esos no tienen ni idea". Y servidora menos, obviamente.
Si una empresa, un banco o cualquier organización funciona mal desde los puestos más elevados, proyecta una imagen negativa (y con motivos) y si además se ha roto esa confianza que tanto cuesta ganar, es casi imposible que se dé una atención al cliente de calidad.
Ella no tenía ganas de sonreír. Nosotros tampoco. Pero a esta trabajadora le pagan si no por mostrar una sonrisa amable, sí por resolver conflictos, no por crearlos. No imagino cómo acabaría el día si a primera hora de la mañana se gastaba ese humor. Lo que pensé fue en sus compañeros, y en el flaco favor que les hacía comportándose así.
En mi caso ya no iba a volver nunca pero compadecí a esos tranquilos clientes que esperaban con resignación la reprimenda de la que tenía el poder, en este caso el cliente interno, el cual debe controlar la situación pero no hasta ese extremo.
Conclusión
En momentos de crisis. Sobre todo en el ámbito de las entidades bancarias, más que nunca el factor humano es más fuerte que cualquier campaña de publicidad. El trato directo es un valor para aprovechar por parte de la empresa. No todo el mundo nace para trabajar de cara al público, ni sabe cómo gestionar una crisis que supera sus funciones. Si leemos la definición de empatía encontraremos muchas veces la expresión "escucha activa".
Para ponerse en el lugar del otro (el cliente) se debe ser generoso. Dejar la mente en blanco. Ser capaz de poner todo tu interés en lo que te dicen. Y sólo así serás capaz de resolver la cuestión de la manera más eficaz, incluso no pudiendo hacer nada por la persona se le sabrá indicar la razón con las palabras adecuadas. Pagar la frustración personal, o laboral con los clientes y convertirlos en la diana de tus pesares, además de ofrecer todavía una peor imagen de la empresa, lo hará de ti.
Y si no te importa el sitio para el que trabajas puesto que has perdido la confianza en él, al menos, por ti, por respeto o simplemente por ser fiel a unos valores que van más allá del trabajo, será mejor cambiar el chip y la actitud porque en el día a día, mostrar respeto, educación y cortesía debe "simplemente" formar parte de nuestra manera de ser y eso trasciende de si nos pagan mucho o poco, o nos sentimos a disgusto en el lugar. Convertir al cliente en enemigo es además de injusto, una mala elección.
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